Por su enorme interes, reproducimos el articulo publicado en InfoLibre el 4 de enero de 2018.
Juan-Ramón Capella
De manera extraordinariamente lenta se ha
ido abriendo paso en la consciencia colectiva de los españoles la existencia de
problemas ecológicos. El cambio climático parece el más visible. Las
instituciones públicas fomentan, mal que bien, el reciclado del vidrio y del
papel.
Pero la problemática ecológica es mucho
más que eso: un problema pavoroso, mundial y local.
Nuestra sociedad y las sociedades de
nuestro entorno han arruinado el metabolismo entre el medio natural y nuestra
especie, y hemos entrado en una relación insostenible con el medio. La sociedad
industrial está liquidando los bienes-fondo, irreemplazables, de la Tierra al
usarlos como combustible. Expoliamos el subsuelo y reciclamos muy
insuficientemente. Hay también una ruptura del ciclo biológico en la producción
alimentaria industrializada. Se ha impuesto un mecanismo económico y cultural
basado en el consumismo. Creamos un problema de primera magnitud para las
generaciones futuras, que habrán de afrontar el decrecimiento y una transición
múltiple: transición energética, agrícola, industrial, territorial,
científico-técnica y de la cultura social. Además de una probable transición
demográfica. Casi sin tiempo para evitar catástrofes. La irresolución del
problema ecológico global es un signo más de que nos hemos adentrado en la
barbarie.
El deterioro ecológico tiene dos caras:
una material, ya aludida, y otra moral: la solidaridad entre generaciones, en
la que no se suele parar mientes, o al menos no suficientemente.
Resulta sorprendente que hace cuarenta
años, cuando la consciencia ecológica era mucho más débil que hoy, la
Constitución se refiriera al problema en su art. 45. Ahí se establece que todos
tienen derecho a un medio ambiente adecuado y el deber de conservarlo, que los
poderes públicos velarán por el uso racional de los recursos naturales
apoyándose en la solidaridad colectiva, y que se establecerán sanciones para
los causantes de daños.
¿Cómo llegó la ecología a la
constitución, en aquellas lejanas fechas? Llegó de la mano del grupo comunista
en el congreso, que se inspiró en la constitución portuguesa aprobada poco
antes, el 25 de abril de 1976. Esta última constitución no era fruto de una
transacción con el sable sobre la mesa, como la nuestra, sino de una revolución
política que liquidó manu militari
una dictadura con el pleno apoyo de la población. La Revolución de los Claveles
se dotó de una constitución verdaderamente avanzada. Reconoce "el derecho
a la insurrección contra todas las formas de opresión" (art. 47, 3). El ecológico
art. 45 de la constitución española es un pálido reflejo del art. 66 de la
portuguesa, en que se inspira. Ese artículo portugués dice así:
1.
Todos tienen derecho a un medio ambiente de vida humano, salubre y
ecológicamente equilibrado, y el deber de defenderlo.
2.
Para conseguir el derecho al medio ambiente, dentro de un marco de desarrollo
sostenible, le corresponde al Estado, mediante organismos propios y con la implicación
y la participación de los ciudadanos:
1.
Prevenir y controlar la contaminación y sus efectos y las formas perjudiciales
de erosión;
2.
Ordenar y promover la ordenación del territorio, teniendo como objetivo una
correcta localización de las actividades, un desarrollo socioeconómico
equilibrado y la valoración del paisaje;
3.
Crear y desarrollar reservas y parques naturales y de recreo, así como
clasificar y proteger paisajes y lugares, de manera que se garantice la
conservación de la naturaleza y la preservación de valores culturales de
interés histórico o artístico;
4.
Promover el aprovechamiento racional de los recursos naturales, salvaguardando
su capacidad de renovación y la estabilidad ecológica, respetando el principio
de la solidaridad entre las generaciones;
5.
Promover, en colaboración con las entidades locales, la calidad ambiental de
las poblaciones y de la vida urbana, especialmente en el plan arquitectónico y
en el de la protección de las zonas históricas;
6.
Promover la integración de objetivos ambientales en las diversas políticas de
ámbito sectorial;
7.
Promover la educación ambiental y el respeto a los valores del medio ambiente;
8.
Asegurar que la política fiscal haga compatibles el desarrollo y la protección
del medio ambiente y la calidad de vida.
Como se puede ver, la constitución
portuguesa, el modelo, es más concreta y va más lejos que la española, pues
emplea el concepto de desarrrollo
sostenible y toma en consideración la solidaridad
intergeneracional. Falta, es verdad, la idea de decrecimiento. En cualquier caso, una reforma constitucional a la
altura de los tiempos ha de rebasar la actual redacción del art. 45 de la
constitución de 1978.
¿Sería eso un gran cambio? Para que
resultara fecundo hay que ir más lejos. Porque luego viene con la rebaja el
art. 53 de la Constitución, que se refiere a la eficacia no sólo del artículo
ecológico sino de todo el capítulo III
del Título I en que se enmarca, capítulo relativo a los derechos que
configuran el "estado social". La tutela de estos derechos es mucho
más débil que la de los derechos fundamentales y las libertades políticas; tan
débil que, como es amarga experiencia común, pueden quedar casi en papel
mojado.
Los iuspublicistas cortan cabellos en
siete a propósito de los derechos que configuran el estado social de derecho.
Dicen que estas disposiciones constitucionales no son inmediatamente preceptivas, sino más bien una guía para las instituciones, o hablan de disposiciones programáticas, o de un proceso abierto, o educativo; pero afirman
que en cualquier caso no se trata de disposiciones invocables eficazmente por
los ciudadanos ante las instituciones, pues es necesario preservar el principio —lo inventan ellos— de estabilidad
democrática. En eso se advierte la larga mano de Huntington, Crozier y
compañía, los doctrinarios de la limitación de la democracia.
Nada es verdaderamente un derecho si
alguien no tiene un deber a su respecto. Se puede proclamar verbalmente el más
bonito de los derechos, pero si a propósito de lo protegido por él nadie tiene
un deber, ese derecho está vacío. Proclamarlo
tal vez tenga algún efecto pedagógico o retórico, pero jurídicamente —y eso es
lo que cuenta si hablamos de derechos— está vacío.
Nos hemos topado pues con un problema
constitucional de envergadura: cómo conseguir que los derechos sociales sean
verdaderos derechos y no casi piadosos deseos. La solución del problema
consiste obviamente en establecer deberes
para los gobernantes de las instituciones: deberes de cumplimiento de los
derechos ecológicos y sociales que la constitución promete; y también deberes
para los conciudadanos capaces de invertir en el país y no en las quimbambas,
para generar financiación.
El establecimiento de esos deberes tiene
dos aspectos: el principal es que eso es un problema de naturaleza política;
sólo a partir de ahí es un problema jurídico-constitucional.
El aspecto político de los deberes de
cumplimiento de los derechos sociales y ecológicos lo constituye la presión
social para su materialización. Porque aún subsiste a pesar de todo una presión
social, el llamado estado social, la
redistribución, se mantiene, aunque muy deteriorada: hay pensiones magras,
sanidad con esperas, escuela pública con pocos medios, etc. La presión, sin
embargo, es fragmentaria y hace escasa mella en la afición de tantos
gobernantes y dirigentes empresariales a hablar cómodamente de recortes en vez de buscar o crear los
medios de satisfacer la demanda social. Es necesario constitucionalizar, cuando
menos, una renta mínima de resignación para aquellos a quienes ni el
empresariado ni el estado son capaces de emplear.
La presión política no disminuye la
conveniencia de inventar algún mecanismo jurídico-constitucional
adicional que vuelva menos indirectamente exigibles para los ciudadanos los
derechos sociales. Los constitucionalistas se podrían lucir con alguna
verdadera invención. Sin inventos el
derecho no es nada. Propondré, pues, una invención, muy modesta y parcial, pero
innovadora de verdad: que mediante una moción suscrita por unos cientos de
miles de ciudadanos se impusiera directamente un inapelable multazo a un
gobernante considerado incumplidor de los deberes ecológicos y sociales que le
conciernen según el capítulo III de la Constitución.
Que las multas pudieran ir también de
abajo a arriba, de la Plaza al Palacio, sería el verdadero invento. A algunos
eso les parecerá locura surrealista y a otros se les puede atragantar, pero
seguro que el medio ambiente natural, social y político ganaría con ello.
Diciembre 2017.
Juan-Ramón Capella es catedrático emérito de filosofía del derecho, moral y
política.
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